Volver a ser Niño: La recuperación del Edén

“Ciertas imágenes de la infancia se quedan grabadas en el álbum de la mente como fotografías, como escenarios a los que, no importa el tiempo que pase, uno siempre vuelve y recuerda” (Carlos Ruiz Zafón).

Vacaciones… Criado en el Sur, todo el año al Sur de la Patagonia, el gran objetivo, la meta de fin de año era ir de vacaciones. ¿Para qué necesita vacaciones un niño? Ahora mirando en retrospectiva, las vacaciones le son necesarias para que pueda tener tiempo de jugar. Tiempo de “jugar a ser…” Y, como corolario, las vacaciones eran a 3000 km al norte.: Misiones

Misiones sonaba a tierra mágica, ¡y claro que lo era! La granja de mis abuelos sin luz y sin agua, con su casita de material y su fresco pozo de agua, los árboles, la tórrida humedad de las siestas, y lo más importante: el encuentro. Era una suerte de competencia no declarada: cuál de los primos llegaba primero. Llegar segundo o tercero significaba que los perros ya habían hecho alianza, que los mejores lugares para construir casitas estaban ocupados, y si habían pasado suficientes días, los primeros en llegar lucían un bronceado envidiable.

Quienes nos criamos con primos, sabemos de lo que significa: son como hermanos, pero con menos responsabilidad y la libertad de elegir más con quién uno es afín. Así que llegados los distintos clanes, nos disponíamos a armar las “tribus” que, por lo general, se formaban por rango de edades. Luego la disputa de sitios, delimitaciones, permisos para entrar, reglas en general del juego de verano.

Pero lo más lindo que tenía esa granja quedaba unos 500m cerro abajo: un fresco y cristalino arroyo. En su lecho de piedra cantaba al correr, y antes de la corredera los mayores habían hecho hacía muchos años un tajamar, el que se iba desmoronando con las inundaciones de invierno. “Vamos al arroyo !!!” La invitación de los primos más grandes -que ese año éramos los de mi tribu (los que habían perdido lamentablemente la infancia y ahora trataban de comportarse como adultos, aunque en sus miradas uno veía la añoranza de volver a las diabluras pasadas). Los más grandes invitábamos a toda la primada a bajar por el caminito hecho por las vacas hasta el arroyo. Los permisos ante los adultos estaban listos y también seleccionado el vestuario para la ocasión: lo más viejo que iba a quedar tirado, nuestros padres sabían de nuestra afición al barro y a los ejercicios bruscos…

El descenso al arroyo siempre era igual: “no corran que se van a caer” y ahí cual cohete salíamos todos disparados cerro abajo, con las piernas a toda velocidad. Parecía que en cualquier momento el suelo se correría… muertos de risa y jadeantes llegábamos al agua. ¡Fría como todo arroyo de monte, pero que importaba!! Afuera la ropa y a zambullirse.

Y nos sucedía todos los años: notábamos que el arroyo era cada vez menos profundo, inconscientes de nuestro crecimiento, atribuíamos esto a la rotura del tajamar, por lo que manos a la obra buscábamos piedras, palos, pasto, barro, y reconstruíamos lo que podíamos de ese pequeño embalse. En una de sus orillas había un barro negruzco, medicinal según la abuela, y para nosotros era lo que necesitábamos: despojados totalmente de vestimenta, nos untábamos de pies a cabeza y transformado nuestro color de piel…Ahora éramos “indios” y reíamos y luchábamos hasta que algún desafortunado golpe, recibido por lo general por uno de los primos más pequeños, ponía fin a la batalla y llegaba el turno de batallar contra la arcilla. Y sumergidos en el agua nos quitábamos el barro.

Luego de horas de juego, algunos comenzaban a acusar la temperatura del agua: labios azulados, piel más blanca, y las mandíbulas que se movían de arriba abajo haciendo castañear los dientes. Era el momento de asolearse para recuperar calor, que en esas latitudes y en diciembre se logra muy rápido.

Sonaba una corneta de la casa: ¡hora de retornar! … Nos vestíamos, y a paso lento volvíamos mientras planificábamos las aventuras de la tarde

“Siempre hay un momento en la infancia cuando la puerta se abre y deja entrar al futuro.”-(Graham Greene) Corrían despreocupados los días…Hasta que una tarde mi prima se negó a ir al arroyo. Raro… era la primera en insistir para bajar al agua… jugamos bajo un frondoso mango toda la tarde, más charlamos que jugamos. Ya los años nos habían hecho su efecto y la capacidad de abstraernos de la realidad e imaginar y vivir la imaginación se había empezado a acortar.

Entre charla y charla surgía la pregunta: “¿por qué no quisiste ir al arroyo?”. Raquel miró largamente el piso y finalmente descubrió su angustia: “mamá me dijo que no podía desvestirme más…” la sorpresa fue grande, -“¿por qué?” –“porque estoy creciendo, y me estoy convirtiendo en señorita”.

En mi masculina torpeza no había notado nada fuera de lo común. Raquel pacientemente y con un poco de vergüenza me enseñó cómo comenzaban a hincharse sus pechos… honestamente no veía la diferencia, pero el duelo estaba instalado. Le pregunté a mi madre por el asunto, y me dijo que de niños la desnudez está bien, pero luego me dio un largo sermón de por qué de adultos era pecado… No lo entendí.

El verano fue más corto, o así nos pareció. La siguiente tarde volvimos al arroyo, pero ya no corríamos, caminábamos como quien perdió algo. Nos sentamos sobre una piedra en el borde del agua, piedra que había fungido como trampolín, ahora era nuestra confidente. Mirábamos a nuestros primitos más chiquitos jugar y saltar y aunque yo tenía ganas de unirme a ellos, un sentimiento de respeto o empatía me lo impedía. Volvimos a jugar en el agua, ahora ya como grandes, ahora textiles, sintiendo sin saberlo que nos habían robado algo, que difícilmente podría ser igual.

“El niño que no juega no es niño, pero el hombre que no juega perdió para siempre al niño que vivía en él y que le hará mucha falta (Pablo Neruda).

Cuando fui por primera vez a una playa naturista, sentí recuperar parte de lo perdido. Escuché una y otra vez la palabra “Edén” y “Paraíso”. Nuestro inconsciente colectivo seguramente nos evoca a aquellos miles de años atrás donde nuestros ancestros desconocían el significado de la maldad y con ella la vergüenza. Y, mientras volvía a jugar en el agua desnudo, mientras el viento recorría mi piel, volví a esos años dorados de la niñez. Y me alegré al sentir que nunca perdí el niño de adentro, el que vive en mí, el que me invita a volver y a soñar con un mundo sin maldad y sin vergüenza. Sentí que recuperé en parte el Edén.

Y como sigo amando la vida al aire libre encuentro la misma sensación haciendo piragüismo por el Rio Paraná que tiene lugares maravillosos. Si alguno desea acompañarme en esta maravillosa aventura los invito a conectarse conmigo. .Imagínense una travesía naturista de tres días, parando en los arenales, durmiendo en la costa (que es de impecable arena blanca), compartiendo con otros este sueño!

 

Cristian H.- Argentina
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